Por Francisco Lucero, Sociólogo y Magister en Política de Gobierno
En la transcurrida semana de sesiones de pleno en la CC, las primeras líneas de la propuesta de texto constitucional comenzaron a escribirse. Y por supuesto, las reacciones no se hicieron esperar. Entre ellas destaca un grupo de ex ministros, economistas e intelectuales que representan a estas alturas una icónica elite político-cultural (personajes de renombre, de edad avanzada, exponentes de la transición democrática, con una tribuna mediática privilegiada, etc.) se apropia y abandera detrás de una ambigua y usualmente denostativa categoría de pensamiento político: “los amarillos”. Categoría tan amplia y laxa que muy pocos se pueden jactar de no haber sido catalogados en ella en alguna oportunidad. No obstante, lo característico de la actual reivindicación conceptual que hace este grupo es que no es más que una respuesta conservadora ante las primeras señales de reformas significativas en la organización político-administrativa del Estado chileno. Tienen una lectura excesivamente complaciente de las últimas décadas en Chile (lo que considerando su rol protagónico en el caso Krauss, Aylwin, De Gregorio, Velasco, Valdés, etc. se convierte en autocomplacencia) y un sospechoso y categórico rechazo a lo refundacional.
Más allá de esta sobrerreacción comprensible, pero injustificada –a mi parecer- lo que preocupa realmente es que los intérpretes secundarios están acaparando la atención en desmedro de los redactores protagónicos. Esto es peligroso y preocupante desde múltiples puntos de vista. Primero, y quizás lo más evidente, representa una distracción poco saludable para el proceso que se vive, puesto que desvía la atención de lo que hoy no son más de 10 páginas de texto (considerando lo aprobado en “Sistema de Justicia” y “Forma de Estado”) y centra las interpretaciones en los miedos, reservas y prejuicios de unos pocos. Segundo, es claramente una predecible respuesta del status quo donde los apelativos a “las tradiciones”, “la historia de Chile”, “su pueblo”, etc. abundan. Tercero, deslegitima gradualmente un proceso y un grupo de representantes electos democráticamente en favor de figuras y voces tan reputadas como escépticas. Cuarto, se tergiversa lo que hasta ahora no es más que una declaración de principios generales cuya operativización descansa explícitamente en el debate legislativo futuro.
Claramente existen dudas legítimas, pero todo parece indicar que el quórum supramayoritario tan cuestionado cuando favorece a una minoría conservadora (éste no es el caso) está haciendo su trabajo y garantizando acuerdos amplios. No hay que dramatizar un Estado regional que es una versión intermedia entre Estado unitario y federal, tampoco un sistema judicial pluralista que es una receta probada en el mundo anglosajón, o una transversalización del enfoque de género y la interculturalidad a nivel constitucional que, por lo demás, no es más que un efecto previsible y esperado de los escaños reservados por pueblos y paridad, tal como el regionalismo lo es respecto a las listas de independientes. Aún queda mucho por escribirse, y cualquier posicionamiento frente al plebiscito de salida a estas alturas no es más que una reacción precipitada e insidiosa.